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La foto del día de difuntos

Tercera parte

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Haro, 2 de noviembre de 2025

 

 

Las gotas de lluvia resbalaban obstinadas por el cristal de la ventana. Eran los soldados caídos en una carga estéril del frente de batalla que libraba, tenaz, el otoño contra el vidrio del salón. Se estrellaban empujadas por el viento, y su camino se detenía súbitamente ante la mirada perdida de Asier, que contemplaba la escena absorto en sí mismo. Así lo hacía cada segundo, de cada día, de cada semana, de cada mes, de cada año, desde hacía ya siete.

 

 

Dolores, la madre de Asier, lo había colocado, como cada mañana, frente al ventanal del salón, en su silla de ruedas, mientras recogía la mesa del desayuno.

 

 

Asier permanecía inmóvil, ausente, perdido. Se perdió aquella mañana del Día de Difuntos de hacía siete años, cuando apareció inconsciente en los Lagos de Covadonga, en Asturias, donde estaba destinado.

 

 

Lo encontró Pilar, la hija de los Echegaray, que también estaba destinada allí. Los Echegaray eran amigos de toda la vida, y Dolores sabía que la hija, Pilar, siempre había bebido los vientos por Asier.

 

 

«¡Qué chica más maja era Pilar para mi Asier!», pensaba siempre Dolores. Pero no hubo forma de que él se fijara en ella.

 

 

En cambio, apareció en la vida de Asier una guipuzcoana: Estíbaliz. Con lo buen partido que era su hijo, y fue a enamorarse de esa perroflauta, esa guiputxi. De Bildu no creía que fuera, porque se casó —por lo civil, eso sí— con un teniente de la Guardia Civil; pero, por las pocas veces que se habló de política en la cena de Nochebuena, la verdad es que lo parecía.

 

 

Dolores tuvo sentimientos encontrados cuando Estíbaliz falleció. Por un lado, sentía pena por su hijo, al verlo abatido. Pero, en el fondo del alma, reconocía que sentía alivio, incluso veía una “oportunidad” para que Asier se centrara y formara una familia decente, como Dios manda. Sabía que esos pensamientos no eran honestos, y luchaba contra ellos; pero no podía evitar tenerlos, aunque le remordiera la conciencia. Al fin y al cabo, la “fotógrafa” era una bohemia, rodeada siempre de personajes extravagantes, y arrastraba a Asier a una vida sin el “orden” que se le suponía al hijo de los Lacuesta.

 

 

Por eso aún recuerda la efímera alegría que sintió al saber que, tras la muerte de Estíbaliz, su hijo había pedido el traslado a Asturias, donde ya estaba Pilar. “¿Quién sabe?”, pensó entonces. “La lejanía, la soledad... quizá obren el milagro. ¡Dios escribe derecho con renglones torcidos!” —solía repetir mientras veía a su hijo arrancar el coche rumbo a Gijón.

 

 

Pero no hubo tiempo. El milagro no llegó, y se transformó en tragedia: el accidente de Asier y su tetraplejia sobrevenida.

 

 

La lesión era severa: no podía mover ni brazos ni piernas, y había perdido el habla. Según los médicos, esto último no era consecuencia de la lesión medular, sino del shock y el estrés traumático. El único que sabía qué ocurrió aquel 2 de noviembre de 2018 era Asier, y había decidido encerrarlo en las capas más profundas de su alma.

 

 

Ese día, 2 de noviembre, vendría Pilar, que ya estaba destinada en Haro. Desde que lo encontró, lo visitaba a menudo para contarle cosas: anécdotas del servicio, chismes, recuerdos... Tenía la esperanza de que algún día él regresara de donde estuviera. Pero, pese a los esfuerzos de Pilar, Asier permanecía inmóvil. Solo pestañeaba. Ella juraría que la escuchaba, y en esa esperanza no desfallecía: rara era la semana en que no lo visitaba dos o tres veces.

 

 

Pilar llegó dando los buenos días y estampando un sonoro beso en la mejilla de Asier, seguido de un achuchón, aunque él permanecía hierático. Era un ritual que se repetía en cada visita. Pero aquel día, como era Día de Difuntos, la rutina sería diferente.

 

 

Cada año, iban a visitar la tumba de Estíbaliz, en el panteón familiar de los Lacuesta, en el cementerio de Laguardia, de donde eran los abuelos de Asier. Luego, la familia de Pilar los invitaba a comer y pasar la tarde en la pequeña bodega que mantenían en las afueras del pueblo.

 

 

Pero ese año no sería así. No irían al cementerio. La tormenta de la noche anterior había venido acompañada de gran aparato eléctrico, y un rayo cayó sobre el camposanto, causando destrozos en varios panteones, entre ellos el de los Lacuesta.

 

 

Al revisarlo, se constató que faltaba un ataúd: el de Estíbaliz. El asunto estaba en manos del juzgado de guardia y de la Guardia Civil, pues sin duda se trataba de una profanación, descubierta por casualidad a raíz del incidente nocturno.

 

 

La bodega de los Echegaray estaba a escasos dos kilómetros del pueblo. Era una pequeña bodega tipo château, rodeada de viñedos —mayoritariamente de tempranillo, aunque también con algunas cepas de viura—, con las que elaboraban un vino blanco de excepcional calidad. Ramón, el padre de Pilar, amante del vino, había conseguido mantener la producción familiar en plena forma, elaborando grandes vinos de pequeña tirada, muy cotizados por su capacidad de guarda. Los vinos de Viña La Encina estaban en las mesas de todas las estrellas Michelin del País Vasco, y en muchas de las de España.

 

 

Pilar conducía casi en piloto automático. Dolores, a su lado, pensaba en la fatalidad de la desaparición del cuerpo de Estíbaliz. Al pasar frente al cementerio, Pilar miró por el retrovisor hacia Asier, sentado en su silla de ruedas en la parte trasera de la furgoneta. Las pupilas de Asier se dilataron. Pilar lo notó, y pisó el acelerador para alejarse de allí lo más rápido posible.

 

 

Al girar hacia la cancela que daba paso a la propiedad de los Echegaray, se abría un camino que conducía a una vieja encina, retorcida, como queriendo escapar de las entrañas de la tierra. Ese árbol —inusual en aquellas latitudes— era el gran protagonista de la finca, y daba nombre a la bodega.

 

 

En el zaguán esperaba Ramón Echegaray, padre de Pilar, cuarta generación de bodegueros y flamante propietario de la finca, estratégicamente situada en las tierras de un meandro del Ebro, a escasos cinco kilómetros de Logroño.

 

 

Ramón tenía dos hijos: el primogénito, Julián, que lo ayudaba en la gestión de la bodega y estaba destinado a continuar la saga de Viña La Encina; y Pilar, la segunda, que, pese a su prodigiosa sensibilidad organoléptica —la que quisiera para sí el mismísimo Robert Parker—, nunca quiso dedicarse al vino.

 

 

Pilar, resuelta y dicharachera, amaba el deporte, el campo y la montaña. Nunca fue princesa, ni quiso serlo. Quizá la marcó la ausencia de Carmen, su madre, que falleció al darle a luz. Ramón nunca tuvo otra pareja, y esa falta de referente femenino en el hogar sin duda moldeó el carácter y las aficiones de su hija.

 

 

La mesa estaba puesta. Como cada año, Ramón había preparado cordero asado con esmero, acompañado —cómo no— de grandes vinos de la casa.

 

 

Antes de comer, Dolores le pidió permiso para terminar los entrantes que había traído para la ocasión. Ramón la acompañó a la cocina, mientras Pilar se quedaba con Asier.

 

 

—Papá, me llevo a Asier abajo, a los calados. Curiosearemos un rato —gritó Pilar desde el salón.

 

—Vale —respondió Ramón entre risas, mientras Dolores le contaba algo divertido.

 

 

Los calados se extendían desde la casa hasta buena parte de la finca. Pilar bajó con Asier en el montacargas que se usaba para los palés de botellas, y comenzó a empujar la silla a través del laberinto de pasillos tapizados de viejas añadas.

 

 

Al llegar a un pequeño ensanche, se inclinó junto a su oído:

 

 

—¿Sabes dónde estamos, Asier? —susurró—. Justo debajo de la encina. Una encina del sur es la que te ha traído hasta aquí conmigo, por fin.

 

¿Te acuerdas de la vieja Loana? Aquella francesa que todos decían que era bruja. Estuve con ella justo aquí. ¿Sabes? Le pedí un hechizo para que dejaras a Estíbaliz y te enamoraras de mí. Qué tonta, ¿verdad? Ella me pidió dos cosas a cambio. La primera, una botella de nuestro Viña La Encina de 1956 —Loana siempre fue un poco borracha, je, je—. La segunda, la vida de un hijo.

 

 

Pilar quedó en silencio mirando a Asier, que no movía un solo músculo. Los médicos decían que era consciente de cuanto ocurría a su alrededor. Si eso era cierto, ¿qué pensaría de su relato?

 

 

—Loana me pidió un objeto muy personal de Estíbaliz, y le llevé una vieja cámara que usaba solo para sus viajes y sus momentos más íntimos. Cuando la vio, sonrió y me contó que, en su juventud, había conjurado otra igual en París, para un joven reportero que vino a la Guerra Civil Española y deseaba triunfar a toda costa.

 

Loana tomó la cámara, la roció con un líquido, la escondió en su entrepierna y, con los ojos en blanco, pronunció una frase ininteligible. Luego me la devolvió y me dijo:

 

“Cada vez que la use, se le escapará un soplo de vida. Cuando ya no quede nada de ella, la cámara y Asier deberán ser rociados con este líquido. Entonces, su cuerpo se fundirá con el tuyo en uno solo. Pero debes esperar a ese momento, o será el dolor quien se funda en tus adentros.”

 

 

Cuando me enteré de la muerte de Estíbaliz, estaba destinada en Gijón y tenía un noviete al que no hacía mucho caso. ¿Te acuerdas? Carlos, el cabo que vivía en la casa cuartel. Lo dejé el mismo día que supe lo de Estíbaliz. Al poco, descubrí que estaba embarazada, y no lo dudé: llamé a Loana, que vino a por su parte del botín. El resto de la historia ya la conoces. Todo ha sido una densa espera... hasta hoy.

 

¿Te diste cuenta, verdad? Estíbaliz ya se ha ido, su tumba está vacía. Hoy, por fin, tú y yo nos fundiremos en uno solo, amor mío.

 

 

Pilar sacó del bolso la cámara Leica de Estíbaliz y un frasquito azul. Roció la cámara con unas gotas del líquido y luego a Asier. Se alejó unos pasos y decidió hacerle una foto. Al mirar por el visor, se sobresaltó: el calado estaba vacío, con una escalera al fondo que subía a algún sitio inexistente, y ni Asier ni su silla aparecían.

 

 

Retiró el ojo del visor: Nada, solo silencio. Asier inmóvil, la silla, el largo pasillo de botellas, ninguna escalera.

 

Volvió a mirar. Apretó el disparador.

 

El sonido metálico del obturador lo inundó todo y una sensación de frío le heló el alma...

 

 

Epílogo

 

 

Zamboanga (Filipinas), 2 de noviembre de 2026

 

 

Sentado en la arena, Asier sostiene entre sus manos la cámara Leica. Ese objeto era lo único que quedaba de Estíbaliz, pero en sí representa todo lo que ella fue.

 

 

Aún recuerda los últimos estertores de Pilar mientras le apretaba el cuello con sus manos aún entumecidas; su mirada incrédula no comprendía lo que estaba ocurriendo. Asier dejó el cuerpo en el suelo, recogió la cámara y subió la escalera del fondo del calado. Daba a un pasadizo que conducía al exterior.

 

 

El resto es otra historia. A él lo dieron por desaparecido —víctima de unos ladrones de vino que buscaban botellas de incalculable valor— y a Pilar, muerta al intentar defenderlo.

 

 

Y ahí estaba él, acompañado solo por sus recuerdos, desprovisto de remordimientos, en el fin del mundo, sosteniendo entre sus manos la última foto hecha con la cámara de Estíbaliz:

 

 

Una foto de un calado de una bodega riojana.

 

La foto del Día de Difuntos.

© 2024 by Manuel Muñoz-Cruzado Alba

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