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La foto del día de difuntos

Primera parte

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Mauricio Grimaldi Otero (Algeciras, 12 de julio de 1935 – Los Barrios, 20 de agosto de 2000)

Hacía ya más de catorce años, y de ti solo quedaba el recuerdo de dos fechas grabadas en el mármol blanco.

Aquel primero de noviembre había ido a verte. Nunca fuimos muy de tradiciones, pero algo me dijo que debía hacerlo. Y, sinceramente, me hizo bien.

¿Sabes? Tengo en las manos la foto… ¡sí, la foto! En ella, en una mesa algo desvencijada del Café Hafa de Tánger, se te ve junto a tus amigos Paul Bowles y tu maestro Henri Cartier-Bresson. Sobre las rodillas del gran fotógrafo, un niño de apenas tres años juguetea con una Leica, mientras tu mirada orgullosa de padre lo observa con ternura.

Lo que soy como fotógrafo te lo debo a ti. Las portadas de National Geographic son, en realidad, la prolongación de tus sueños. Los premios internacionales deberían haber sido tus manos las que los recogieran. Aquellos últimos cinco años, en los que te deteriorabas a medida que tu vista se apagaba, me hicieron comprender el gran fotógrafo que eras.

La última vez que fuimos a Francia a ver a Henri ya llevabas sobre ti el yugo del cáncer de pulmón. Tu hábito de fumador empedernido había mostrado su rostro más oscuro, tan oscuro como la secuela que arrastrabas: una retinopatía cruel y sádica, que, no satisfecha con arrancarte de nuestro lado, antes quiso robarte lo que más amabas: la mirada. Esa mirada que admiraba cuanto pasaba ante tus ojos y el objetivo de tu cámara.

Por entonces Henri ya había visto mis primeros intentos de hacer algo que se pareciera a la fotografía. Me tenía aprecio, quizá porque siempre le hizo gracia mi pretensión —frustrada— de conquistar a su hija Mélanie. Fue mi amor platónico. Ella no estuvo dispuesta a darme más, o quizá yo no reuní el valor para dar el paso que debía.

Aquel día Henri me llevó a su estudio mientras tú te quedabas con Martine, su esposa. Martine, la gran fotógrafa belga que compartía vida y sensibilidad con el genio, tenía una ternura especial, una empatía que se reflejaba en su obra. Estaba impactada por tu estado, y debo decir que su cercanía fue uno de los mayores consuelos de tus últimos días.

Recuerdo cada detalle de aquel estudio: el desorden de libros, papeles y fotografías apiladas sobre un escritorio modernista, junto al magnífico ventanal que inundaba la estancia de luz.

Estaba aún embriagado por aquel ambiente de creatividad cuando Henri sacó de una estantería una caja de madera.

—Toma, Jorge, es tuya —dijo, sosteniéndome la mirada en un gesto casi hipnótico que aún hoy me estremece.

Abrí con cuidado la caja. Dentro estaba una Leica IIIG, la última que había usado el maestro. Me sobrecogí. Tenía entre las manos una cámara con la que Cartier-Bresson había tomado algunas de sus fotografías más icónicas, y me la regalaba. No quise aceptarla, pero Henri insistió con esa serenidad suya. Solo acerté a balbucear un “gracias” antes de abrazarlo con fuerza. La guardé en mi mochila. Intuía que no volvería a verlo. Y no me equivocaba.

De regreso a casa, en el tren, te interesaste por mi conversación con Henri. Te mostré la Leica. Aún recuerdo tu semblante: enmudeciste. Tu rostro se transformó, y con gesto adusto, casi de reprimenda, me pediste que no la usara jamás.

—¿Sabes, Jorge, por qué la fotografía de Henri es capaz de llegar al alma del espectador? —me preguntaste.

—Porque es un grande —respondí, intuyendo ya lo errado de mi respuesta.

—No, hijo. Henri hizo un pacto con el diablo. Un pacto para que su cámara captara el alma de las personas, para que esa Leica atrapara la esencia del momento… a cambio del alma de quien la use. Prométeme que no la utilizarás jamás.

Pensé que bromeabas, o que tu enfermedad empezaba a jugarte malas pasadas, pero te lo prometí. Y cumplí. Desde entonces la guardo en mi estudio. Tal vez lo hice por complacerte… o porque todo lo que me recordaba a Henri me recordaba también a Mélanie.

 

La vi hace un par de meses en Barajas. Yo volaba a Chile, para un reportaje en Ushuaia sobre el despertar de la primavera austral; ella, rumbo a Venecia, al festival internacional de cine. Estaba, como siempre, preciosa, elegante, con estilo… irresistiblemente independiente. Y yo, irresistiblemente perdido en el azul de sus ojos, herencia de su padre. Su ternura y su savoir-faire, sin duda, de Martine.

Nunca usé la cámara, aunque me engañara pensando que era porque, al fin y al cabo, ¿qué podía ofrecerme una vieja Leica telemétrica frente a las réflex o las digitales de finales de los noventa?

Al llegar a casa, Heracles me recibió como siempre: frotando su lomo en mis piernas y ronroneando. Siempre he preferido los gatos; son alegres, independientes, juerguistas… como yo. No se lamentan cuando me ausento: se buscan la vida.

Era festivo y no pensaba trabajar en el estudio, así que decidí ordenar un poco. Soy un desastre: libros apilados, cables enredados por todas partes… cada cual con sus manías.

Entonces la vi. La vieja caja de madera de Henri. La coloqué sobre el escritorio. Me invadió una tristeza profunda: Mélanie, Henri, Marruecos, Francia… y, sobre todo, tú. Tú, y aquellos años de degradación en los que te vi luchar contra un enemigo que te privó de la razón de vivir mientras te marchitabas.

Dentro estaba la Leica, con dos objetivos de rosca —qué sistema tan arcaico, pensé sonriendo—, pero auténticas joyas: un Super-Angulon 21/4 y el legendario Summarit 50/1.5.

La sostuve. Aquel objeto tenía vida. Era una verdad tangible, alejada de la frialdad electrónica de las cámaras modernas. Una máquina sincera.

Encontré un carrete olvidado: un Kodak Ektar 100, aún sin caducar. Perfecto para aquella tarde fría y brumosa. La niebla se había echado sobre la Sierra de la Luna, dando al paisaje un aire casi espectral.

Monté el Super-Angulon, adecuado para los paisajes que iba a fotografiar. Mis manos, pese a los años, se movían con precisión. Esto es como montar en bici, pensé.

Aparqué junto al sendero que sube a los Llanos del Juncal. La niebla se adentraba en el bosque, empujada por una suave brisa de levante. Conocía aquel lugar de memoria, pero la Leica me obligaba a redescubrirlo.

En el objetivo aún se veía una pequeña marca roja: la señal de la distancia hiperfocal del maestro. Giré el anillo y miré por el visor.

Entonces lo entendí todo. El visor telemétrico era su secreto. Permitía ver más allá del encuadre, anticiparse, prever el instante. Por eso Cartier-Bresson fue el gran retratista del alma humana: cazaba el momento antes de que existiera.

Empecé a disparar. Sin espejo, podía usar velocidades lentas sin riesgo de trepidar. Era una sensación fascinante. El clic metálico del obturador, el arrastre de la película, la tensión mecánica del avance… Todo tan físico, tan visceral, tan adictivo.

Tomé varias fotos. La niebla daba al paisaje un aire lúgubre, de leyenda. Y de pronto recordé tu advertencia.

 

¿Y si tenías razón? ¿Y si no era una broma?

 

—Bah, Jorge, no pienses tonterías —me dije.

 

Entonces la vi. Una encina solitaria, con ramas retorcidas, amenazantes, como si guardara la frontera del infierno. Una piedra, en primer plano, guiaba la composición hacia ella. Perfecta. Era una escena digna de Poe o de Bécquer. ¿Cómo no la había visto antes?

 

Un impulso irresistible me invadió. Coloqué la cámara en el trípode, encuadré la escena y ajusté el autodisparador mecánico a diez segundos. Me senté sobre la piedra, frente a la encina, y miré al objetivo con desafío.

 

El obturador sonó.
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El poniente fresco de la mañana preludiaba un día espléndido. La niebla se había disipado en cuanto el viento roló. Jimeno aparcó el Santana de la Consejería de Medio Ambiente junto a un Toyota que reconoció: el de Jorge, el fotógrafo. No era la primera vez que madrugaba para captar la primera luz en aquellos parajes.

 

Empezó a caminar hacia el Tajo de las Escobas. Las noches sin luna, oscuras como la anterior, eran propicias para los furtivos. Formaba parte de su rutina.

 

De pronto, en medio del descampado, vio algo que llamó su atención: un trípode con una vieja cámara de carrete.

 

—Sin duda, de Jorge —pensó.

 

Miró a su alrededor. Nada. Solo silencio.

 

El poniente soplaba más fuerte, y una sensación de frío le heló el alma.

© 2024 by Manuel Muñoz-Cruzado Alba

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