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La foto del día de difuntos

Segunda parte

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Bosque de Pome, 2 de noviembre de 2018

—¡Asier, Asier! ¡El juez ya ha llegado! —

Pilar se acercó jadeando hasta donde estaba su compañero, Asier, teniente de la Guardia Civil recién destinado a la comandancia de Gijón.

Asier, absorto, parecía no oírla. Seguía escrutando la escena que los agentes de la científica peinaban centímetro a centímetro. Un poco más adelante, colgado por los pies de la rama de un enorme carballo, pendía el cadáver de un hombre de unos cuarenta años.

El aviso había llegado un par de horas antes: una llamada al puesto de Cangas de Onís realizada por Juan Zapico, más conocido como Xuanón, un ganadero de nueva generación que había decidido dejar atrás algunas comodidades modernas para pastorear unas pocas vacas, como lo hicieron sus antepasados.

Xuanón tenía una pequeña ganadería, no más de treinta reses, que pacían tranquilamente cada verano en los pastos de la Vega de Enol, muy cerca del Mirador del Rey. Durante los meses estivales pasaba allí los días y las noches, sin apenas bajar a Cangas. Valoraba como nadie la sensación de libertad que le proporcionaban aquellos montes y los cielos cuajados de estrellas en las noches despejadas, aunque no fueran frecuentes.

Ahora, en otoño, vivía en Cangas, y cada día subía a ver el ganado. A primeros de noviembre solía conducir sus vacas hacia los pastos del valle, lejos de las nieves que ya se anunciaban. Siempre era el último en hacerlo entre los pastores de la zona, porque se resistía a abandonar aquellos parajes que le daban la vida.

Aquella mañana, Xuanón había bajado hasta el bosque de Pome, concretamente hasta el río Pomperi, porque —según sus propias palabras—:

“Un xatu extraviose y tiró per monte abaxu, y tuvo miedo de que lo comiese el llobu.”

Al llegar a la ribera del río se encontró con la escena. Como todos los que terminaban en -ón por aquellos lares, Xuanón era afable y pacífico, pero aquello lo dejó en shock. Tanto, que cayó varias veces mientras intentaba subir apresuradamente hasta el Mirador del Rey, donde sabía que habría cobertura para dar el aviso.

Ya por la tarde, el puesto de la Guardia Civil de Cangas de Onís era un hervidero. No todos los días aparecía un asesinato de tales características en aquella apacible localidad asturiana, dedicada al turismo que acudía a conocer los parajes más emblemáticos de la Reconquista y de la asturianía. Aquello, sin duda, no era buena propaganda, y la prensa agolpada en la puerta tampoco ayudaba.

Pilar llegó con una carpeta bajo el brazo y le indicó a Asier que debían hablar. Entraron en un pequeño despacho.

—¡Ya sabemos quién es el cadáver! Y cuando te lo cuente, Asier, vas a alucinar.

—Dime —respondió él, expectante.

—Se llamaba Jorge Grimaldi Lasaga. Era fotógrafo de naturaleza, y de cierto renombre. Publicó en National Geographic, The Telegraph, el calendario de la WWF… e hizo multitud de exposiciones. Según las primeras impresiones del forense, habría muerto entre las cuatro y las seis de la madrugada, aunque habrá que esperar a la autopsia para confirmarlo.

—Hasta ahí, ¿qué hay de extraño? —replicó Asier.

—Ahora viene lo fuerte —continuó Pilar—. Desapareció en un bosque de Tarifa, en Cádiz, tal día como hoy, exactamente hace cuatro años: el 2 de noviembre de 2014. No quedó rastro de él. Abandonó coche, casa, amistades… y hasta el gato. Lo último que se encontró fue una cámara antigua, una Leica de carrete, una pieza de coleccionista.

—¡Te recuerdo que sé lo que es una Leica, Pilar! Pero… ¿cuatro años sin dar señales de vida y aparece colgado por los pies a mil kilómetros de distancia?

—Pues sí. Pero aún hay más —dijo ella, abriendo la carpeta—. Nuestros compañeros de Algeciras revelaron hace cuatro años el carrete de la cámara. Contenía veinticuatro fotografías. Las veintidós primeras eran del Bosque de la Niebla, en Cádiz; la número veintitrés mostraba al propio Grimaldi, sentado al pie de un árbol en ese mismo bosque, justo donde se halló la cámara. Pero la foto veinticuatro es esta.

Pilar colocó una fotografía sobre la mesa. Asier la observó sin dar crédito. Ante él, un bosque envuelto en niebla, tétrico, con un cartel en primer plano. En el cartel podía leerse, claramente:

BOSQUE DE POME

—La comandancia de Algeciras se puso en contacto con nosotros para rastrear la zona, por si aparecía su paradero. Pero nada. Se buscó desde este mismo puesto y no hubo rastro alguno. Lo curioso —añadió Pilar— es que, aunque el Bosque de Pome existe, el cartel de la foto no. Y lo más inquietante: ese modelo de cartelería es el que se está instalando ahora, casi cuatro años después, en todo el Parque Nacional de los Picos de Europa. ¡Para que te estalle la cabeza! El caso se cerró entonces como una desaparición sin resolver. —concluyó Pilar, satisfecha con la rapidez de su exposición.

—Mira, Pilar, esto no tiene ningún sentido —replicó Asier—. No llevo ni una semana destinado aquí, y tú sabes por qué pedí el traslado. Pero ahora me encuentro con un asesinato y una foto tomada hace cuatro años, con un cartel que aún no existía… Tiene que haber una explicación más sencilla. Necesito aire.

Asier abandonó el cuartel por un lateral para evitar a la prensa. Era una casa cuartel pequeña, con oficinas en la planta baja y tres pisos de apartamentos donde convivían unas pocas familias de guardias. Hasta hoy, la tranquilidad era norma.

Se subió al Land Cruiser, cerró los ojos y recordó el día en que diagnosticaron a Estíbaliz el cáncer de mama metastásico que acabó llevándosela. Ese fue el motivo por el que abandonó Haro, vendió su parte de la bodega familiar y dejó atrás amigos y recuerdos. Solo conservó la casa y el estudio de fotografía de Estíbaliz: su profesión, su pasión, su memoria.

Hacía apenas dos meses que ella había muerto, y Asier no tenía ganas de ver a nadie. Por eso había pedido el traslado a Gijón: para olvidar. O al menos intentarlo. Aunque, en realidad, nunca dejaba de recordarla.

Miró dentro de su mochila. Allí estaba la Leica de Estíbaliz, su favorita, la que usaba por placer en sus escapadas a París, Londres o Viena. Le encantaba retratar el mundo con aquella reliquia mientras todos los demás fotografiaban con el móvil… Las cosas de Estíbaliz, que la hacían única.

Arrancó el todoterreno y se dirigió hacia Covadonga, con la esperanza de ordenar sus pensamientos. La carretera que sube a la basílica y la cueva estaba más transitada de lo habitual por el puente de Todos los Santos, así que decidió continuar hasta los lagos.

El paisaje otoñal se desplegaba en todo su esplendor: una gama infinita de amarillos, ocres y marrones contrastando con las primeras nieves en las cumbres.

Al llegar al Lago Enol tomó la pista que bordea la orilla y conduce al Mirador del Rey, desde donde podía contemplar el escenario del crimen. La tarde se tornaba gris y desapacible, y no se veía un alma. El paisaje era imponente: el desfiladero del Pomperi y el Bosque de Pome, lugares casi inaccesibles que requerían permiso del parque para ser visitados. Nada, sin embargo, arrojaba luz al misterio.

Decidió regresar, pero al pasar de nuevo junto al lago Enol le llamó la atención una pick-up del servicio de señalización del parque. El copiloto lo miró y, al cruzarse, le saludó llevándose dos dedos a la sien, a modo de saludo militar.

Asier no lo dudó. Tomó de nuevo la pista hacia el Mirador del Rey. Al llegar, se quedó helado:

Frente a él, un bosque con niebla y nubes, tétrico, y en primer plano, un cartel. En él podía leerse, nítidamente:

BOSQUE DE POME

Los primeros copos comenzaron a caer. Asier miró en torno a sí: nada, solo silencio.

Entonces recordó la Leica de Estíbaliz. La sacó de la mochila, miró por el visor y encuadró el cartel. Accionó la palanca de arrastre y pulsó el disparador.

El sonido metálico del obturador lo inundó todo.


El viento sopló más fuerte.


Y una sensación de frío profundo le heló el alma.

© 2024 by Manuel Muñoz-Cruzado Alba

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